No solo es lo indignante y salvaje de los 8 minutos y 46 segundos durante los que ese mastodonte afroamericano que era George Floyd permaneció tumbado en el suelo, completamente indefenso, asfixiado hasta la muerte, bajo la rodilla del policía Derek Chauvin. Ni siquiera es solo que la imagen constituya un vivo recordatorio de la segregación y represión que viven a diario millones de afroamericanos en Estados Unidos.
No; su muerte refleja el profundo desasosiego de una sociedad irritada, amenazada y, por momentos, paranoica. Una que se precia del respeto a la ley, pero que institucionaliza la violencia a través del abuso policial o de juicios llenos de formalidades, con abogados defensores de oficio si se quiere, que, sin embargo, no cumplen su papel y con miles de inocentes en las cárceles. Con un individualismo funcional a un país demandante de alta productividad, que por momentos más parece una máquina, pero que, llevado al extremo, convierte una mirada fija en un verdadero delito.
Una sociedad con una línea de atención de emergencias eficaz, el 911, pero que, con denuncias temerarias, puede ser descargada como un arma sobre cualquier ciudadano. Con pretensiones de multiétnica y multicultural, aunque con un racismo estructural que incluye el que practican los afroamericanos. En todo caso, parto de la base de que la estadounidense es una nación admirable, donde la mayor de las veces la libertad y el esfuerzo fluyen y se ven recompensados, donde la angustia por la subsistencia básica no es tan lacerante o en la que el apellido o la procedencia pueden ser irrelevantes.
Parto también de la base de que ser potencia no debe ser fácil, pues las amenazas al país no son las únicas tensiones. Pero es tan profundo el malestar que un acto de grandeza, de policías que tal vez nunca se habían arrodillado como homenaje y en solidaridad con una víctima, no logra calmar la indignación contenida.
Al contrario, las decepcionantes e incendiarias expresiones de Trump poco se diferencian del racismo, la arrogancia y el excesivo uso de la fuerza con que actuara Chauvin. La diferencia es que al policía los errores lo llevarán largos años a la cárcel; a Trump le pueden costar, como mínimo, su presidencia.
Es que si bien Estados Unidos está tan polarizado como hace 50 años, sufre la peor pandemia y catástrofe de desempleo en un siglo, las imágenes de destrucción no son las de 1968 ni Trump es Richard M. Nixon, el candidato que en aquel entonces representaba la ley y el cambio de la anarquía a los días relativamente plácidos de la década de 1950.
Pero si Trump continúa jugando la carta del insulto, de epítetos como “Cuando empiezan los saqueos, empiezan los disparos”; de apagar fuego con gasolina, de exigir respuestas agresivas y juicios contra los manifestantes, es posible que incluso ni termine su presidencia. Biden es un rival demasiado apagado y sin energía, pero Trump no puede desestimar la capacidad de adaptación del sistema político estadounidense que puede encontrar como única salida el trámite urgente de su destitución.
Es lamentable porque Estados Unidos demostró enorme resiliencia y recuperación con Obama y Trump había acertado en muchas batallas y episodios. Pero también actúa con desequilibrio y racismo, y el profundo malestar de Estados Unidos requiere de un liderazgo que le ayude a sanar las heridas, no uno que le ocasione incalculable daño. Recuérdese que China, la nueva potencia mundial, que nunca tuvo aspiraciones hegemónicas, más allá de alguna vez creerse el centro del mundo, comienza a abandonar su aislacionismo y aquella famosa frase de Deng Xiaoping: “Esconde tu fuerza, espera tu tiempo”.
John Mario González, analista político, columnista, profesor universitario